Rodando en Haití

He tenido la oportunidad de visitar Haití en varias ocasiones, recorriendo la mayor parte de la isla trabajando para distintas cadenas de televisión, tanto como Operador de Cámara,  Realizador o Director. La experiencia, por muchas veces que se repita, no deja a nadie indiferente y cada día que transcurre en tan extraordinario lugar depara distintas sorpresas y experiencias. Trabajar en países con situaciones difíciles (guerras, golpes de estado, etc.) conlleva una preparación específica al caso, así como una planificación minuciosa donde nada debe dejarse a la improvisación. Además cobra especial importancia el hecho de poder estar acompañados por personal autóctono. En nuestro caso, hemos tenido la suerte no sólo de estar apoyados por el Consulado Español (recuerdo una tortilla de patata exquisita que nos prepararon en el mismo durante mi primera visita a la isla)  sino también por algunos buenos amigos haitianos como George Cook o Fabián Leger.

Poco después, tomábamos un camino oscuro…

Una noche, acompañados por Fabián, salimos desde nuestra residencia en Petionville (un barrio de Puerto Príncipe situado en una colina, incómodo pero más seguro que el viejo Hotel Christofle donde las ranas adueñadas de la piscina inservible hacían imposible conciliar el sueño), con destino incierto, aunque con la seguridad de que íbamos a encontrarnos con algo realmente especial. Cruzamos la ciudad prácticamente a oscuras observando con cierta incomodidad los pocos personajes que amparados en la noche se movían como sombras indecisas para finalmente tomar la vieja carretera de la playa que conduce hacia el oeste. Después de algo más de una hora de viaje llegamos a Leogane donde nos esperaba en una pequeña y fétida taberna el Bokô Selvandieu (aunque este no es su nombre verdadero que omito por motivos obvios). El primer momento fue bastante desagradable, ya que tuvimos que negociar los términos y condiciones en los que se iba a realizar la filmación y por supuesto la cantidad de Gourdes (moneda haitiana) que íbamos a ofrecer en señal de buena voluntad. Al final el pago se hizo en dólares y una botella, más bien caliente, de Prestige (una cerveza haitiana) cerró el trato.

Poco después, tomábamos un camino oscuro y recóndito en la dirección de Chatulet. A pesar de que ya hacía tiempo que la noche había entrado, una preciosa luna nos acompañaba proyectando a cada recodo sombras ambiguas, que finalmente acabaron por incomodarme. Al poco, los dos coches en los que viajábamos acabaron por llevarnos hasta un recodo en donde el camino se acababa en lo que parecía ser un maizal interminable.

Nervios y una última revisión del equipo (una Betacam y mi cámara de 16 mm.)  se cruzaron en el aire junto con algunas miradas incrédulas o de desconfianza. En el preciso instante en que cargaba un chasis de película virgen en mi vieja cámara no pude por menos recordar que con un equipo parecido de 16mm George A. Romero rodó en 1968 (en blanco y negro en esta ocasión histórica) su hoy mítica película de culto “Night of the living dead” (La noche de los muertos vivientes). Apenas tuve tiempo de pensar en nada más, pues ya el Bokó nos presionaba para que iniciáramos la marcha, esta vez a pie, por una pequeña senda abierta en el interior del maizal.

Al fondo comenzamos a oír suavemente una vieja letanía que nos acompañaría el resto de la noche y que aún hoy, cuando repaso aquellas secuencias ya digitalizadas, consigue inquietarme una vez más.

Aunque está muy extendida la especie que asimila el culto o religión vudú con Haití, en realidad sus orígenes deben buscarse en África, cerca de los asentamientos centenarios de las tribus Yoruba,

Puerto Príncipe. Haití.

Ewe y Fon, tierras que baña, como un regalo de la naturaleza, el Golfo de Benin y que recorren largas distancias desde Ghana hasta Nigeria. El origen del vudú y de sus ancestros como sistema animista se pierde en la noche de los tiempos y sólo será con la llegada de los esclavos a la isla cuando esta comenzará su incorporación al patrimonio social y cultural de Haití. No es este el lugar apropiado para presentar las diversas variantes de este culto por lo que baste decir que el mismo ofrece todo un abanico de posibilidades, que ofrecen desde las versiones más austeras y sincréticas, hasta las más ocultas, que beben en la magia negra la realidad cotidiana de sus ceremonias.

Nosotros íbamos a tener la oportunidad de vivir una experiencia (y filmar parte de ella) en la que predominaría esta última y que se caracterizó por ser absolutamente genuina y alejada de lo que hoy en día se puede encontrar por unos pocos dólares, en el propio Puerto Príncipe.

Pero ha sido el cine (siguiendo en esta ocasión al Teatro) el que realmente ha trasladado al conocimiento popular la existencia de todos estos misterios y enigmas que rodean al vudú. Tal es el caso de los zombis, cuya existencia llegó al gran público en la década de los años treinta del pasado siglo cuando Kenneth Webb estreno el 10 de febrero de 1932 en Broadway su famosa obra titulada “Zombie” que presentaba una versión personal sobre el libro de William Seabrook, “The magic island”, que consiguió asustar a todos aquellos que lo leyeron al relatar como un Bokó conseguía revivir a los muertos en Haití, para privándoles de su voluntad, usarlos como esclavos trabajando a su servicio.

Meses después (tras algunas acusaciones de plagio) fueron los hermanos Halperin quienes se ocuparon de llevar la idea a la gran pantalla. Interpretada por Bela Lugosi y dirigida por Victor Halperin se estrenó White Zombie (en España “La legión de los hombres sin alma”) el 4 de agosto de 1932. A partir de aquí “The Walking Dead” (1936), dirigida por el inolvidable Michael Curtiz y un sinfín de producciones que llegan hasta nuestros días y que han convertido el género en todo un clásico de nuestras pantallas…

Apenas diez minutos de marcha a buen ritmo, nos condujeron a una vieja casa destartalada que se acompañaba de dos pequeñas construcciones acabadas con tejados parecidos a la uralita. Un grupo de perros nos dio la bienvenida con sus ladridos, que se mezclaban, con la melodía que habíamos comenzado a escuchar al bajarnos de los coches y que ahora llenaba la noche, produciéndonos un efecto hipnótico del que era difícil desprendernos.

Los cánticos continuaron in crescendo…

La realidad es que he tenido la oportunidad de ver ceremonias parecidas y vinculadas con este culto en distintos países y situaciones, así en Brasil o en Venezuela, aunque también en la República Dominicana y desde luego en Haití en distintas ocasiones, variando desde las más clásicas e inofensivas hasta las más terroríficas y oscuras. Pero la de aquella noche me causó una profunda impresión.

La ceremonia se iba a realizar para devolver la salud a un pequeño (tal como nos comentó, siempre en voz baja, Fabián) que apenas había cumplido los diez años. Como quiera que fuese el niño apenas podía tenerse en pie y sus padres, que le acompañaban en todo momento, llevaban los mismos ropajes que el resto de los acólitos, que cercanos a la veintena entonaban aquella canción misteriosa que tanto nos había sobrecogido en nuestra entrada al maizal.

Los cánticos continuaron in crescendo y las invocaciones dieron finalmente comienzo. El Bokó se encargó primeramente de saludar uno a uno a todos los miembros del equipo de rodaje para después comenzar a impregnarnos con el humo de un vasto cigarro que había encendido a la vez que nos rociaba (directamente desde su boca) con un ron espeso, meloso y azucarado del que hacía uso con gran prodigalidad.

La ceremonia duró más de tres horas. Los bailes dieron paso a una serie de movimientos frenéticos que hacían entrar en una suerte de trance a algunos de los oficiantes, que gritaban, al parecer poseídos por alguna entidad innombrable. Sus salmos, caían como en un lamento sin fin, en un viejo creole (lengua con base en el francés y distintos idiomas del África Occidental, como el gbe, fon, ewé, kikongo, igbo y por supuesto el yoruba) que apenas podía entender, y que algo en lo más íntimo de mí, alcanzaba a comprender como peligroso y desconcertante.

No es este el lugar para completar los detalles de aquella terrorífica velada, en donde el Bokó nos regaló a todos y cada uno de nosotros con una serie de predicciones y profecías sobre nuestra vida personal que acabaron cumpliéndose, casi al pie de la letra, con el paso del tiempo.

Cercano el amanecer se hizo el silencio y los cánticos dieron paso a unos extraños susurros, que poco a poco, en un crescendo interminable, acabaron por convertirse en una nueva letanía que jamás podré olvidar.

Era un viento cálido, húmedo…

Al poco, nuevamente el silencio, sólo roto por unos sonidos secos, sordos,  que alguien o algo producía desde la cara exterior del tejado y que terminaron de sobrecogernos. Fue en ese momento cuando el pequeño haitiano se levantó como movido por un resorte misterioso y comenzó a andar suavemente, con el rostro iluminado mientras los demás le abrían paso hasta el fondo de la construcción en donde tumbándose en un pequeño camastro se quedó dormido plácidamente. Entonces observé con asombro que sus padres lloraban y con gran emoción agradecían a cada uno de los participantes el resultado final de aquella ceremonia negra.

Recuerdo como el aire de la mañana me golpeó con fuerza al concluir el culto y salir al exterior. Era un viento cálido, húmedo, pegajoso que me sumió en una especie de calma laxa. Respiré con fuerza, con necesidad, sintiendo el gusto salado de aquel viento que provenía de lo profundo del océano.

Sin saber por qué razón, la imagen del viejo y terrorífico Chtulu vino a mi mente. Cargué la 16 mm al hombro e intenté rodar aquel amanecer indescriptible y lleno de emociones, pero la película había llegado a su final. Como aquel visandom inolvidable e irrepetible.

Seguí al bueno de Fabián por el mismo recóndito camino que nos había traído entre los maizales y nuevamente llené mis pulmones de aire. Aire de Haití. Y también de esperanza.

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Rodando en Haití
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Rodando una ceremonia vudú en Haití.
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Patxi Grande
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